María Plácida Rodríguez el 30 de enero del 2004
El toro de oro
Este cuento del urkukama (cuidador de ganado en el cerro) es parte del libro La Venadita.
Un hombre trabajaba como urkukama, cuidando en el páramo al ganado. Durante los dos primeros años de su trabajo vivía feliz. Los fines de semana bajaba a la hacienda e iba con su esposa y los hijos a misa. Cuando festejaban un matrimonio o un bautismo, el hombre siempre acompañaba a su mujer. Les gustaba distraerse. Pero, después de dos años, todo cambió. El hombre ya no quería ir; se encontraba tenso y sombrío.
—Ándate vos sola —decía a su mujer. Y no sólo eso. Empezó a tratarla mal y no hacía ningún trabajo en casa. De domingo a domingo estaba en el cerro. Un día, el hermano de la señora llegó de visita y le habló:
—Ñaña, mi hijo se va a casar. Vos y tu marido están invitados. Vengan a rezar.
Más tarde, la señora contó a su marido que el sobrino de ella se iba a casar y que debían asistir a la fiesta de boda.
—Anda vos con los hijos, yo me voy al cerro, soy urkukama y tengo que cuidar el ganado. No tengo tiempo para pendejadas —respondió el hombre.
La señora no comprendía por qué él había cambiado tanto. “¿Qué le pasará a mi marido?”, pensaba. Sintió la necesidad de conversar con alguien y se fue a visitar a su compadre, a quien con los ojos bajos confesó:
—Compadrito, ¡oiga lo que me pasa! —empezó—. Mi marido, desde hace dos años no quiere oír misa, ni acompañarme a reuniones y fiestas. Recién vino mi hermano a invitarnos a la boda de su hijo, pero no quiere ir. Pasa sólo en el cerro. Cuando regresa, viene bravo y renegado. No quiere comer. “Quítame la comida —me grita—, ya vengo servido”. Tampoco duerme. ¿Qué será lo que le sucede, compadrito?
—Comadre, mañana voy a seguirle a mi compadre con mi caballo, para espiar a dónde va —propuso—. ¿Usted cree realmente que va a rodear el ganado?
Al siguiente día, antes del amanecer, el compadre, expectante y valiente, empezó a seguir al urkukama sin perderle de vista. Empujados por un viento fuerte, los caballos trepaban lentamente el cerro. Cuando el sol se colocó encima, llegaron al páramo. De repente se mostró una pampa enorme con una extensa laguna. El compadre vio al urkukama guiando a su caballo hasta una pequeña loma y, al llegar, descendió de su montura. Desde lejos se escuchaba el mugir del ganado.
El urkukama silbó con fuerza y siguió silbando hasta concentrar en el ruedo de la laguna a todos los animales que se encontraban dispersos. Luego volvió a subir a su caballo y daba vueltas hasta agrupar al resto del ganado. Las hierbas que orillaban la laguna estaban heladas. El urkukama se bajó del caballo, con ojos severos y extraños miraba a los animales y escuchaba su vocerío. Como si hubiera entrado en un letargo, quitó la montura y el sudadero al animal y los colocó bien arreglados uno encima del otro. Con una soga amarró al caballo y lo dejó comer.
En seguida se dirigió hacia la orilla de la laguna y se quitó el sombrero, el saco, la camisa, el pantalón y se quedó en calzoncillos. Dobló bonito las ropas, las amontonó cerca de la orilla y encima de eso colocó el sombrero. Luego, paulatinamente, se adentró en el lago.
Al espiar lo que sucedía, el compadre pensaba: “¡Qué es eso!, ¿a dónde va?”. El agua había alcanzado las rodillas y la barriga del urkukama. Después de poco tiempo el compadre divisó tan sólo la cabeza de su amigo. Finalmente, lo vio desaparecer por completo, ¡había entrado en la laguna como a un albergue!
—¡El urkukama hizo un pacto con el demonio! —gritó asustado el compadre desde lejos.
Unas aves de cuello verdoso volaban encima de la laguna. El urkukama se había hecho invisible para el compadre. Mientras el viento agitaba la paja y el sol calentaba al cerro, al otro lado del lago emergió un lindo toro.
Era un animal hermoso, con lacre fino de puro oro y unas franjas blancas. El toro empezó a trotar sin rumbo, perdido entre las grandes hierbas. De pronto, alrededor de las cuatro de la tarde, la bestia, como midiendo la profundidad de la laguna, entró de regreso en ella.
Poco después, cerca del lugar en el cual el urkukama había depositado sus ropas, apareció él nuevamente en persona. Con una expresión abstraída se vistió, se puso las alpargatas, ensilló el caballo y bajó paso a paso la montaña. El compadre, lleno de desaliento, lo persiguió hasta su casa.
Ya debió anochecer cuando el hombre alcanzó la casa de su comadre. Bruscamente se bajó del caballo y corrió hacia ella que, con el rostro agachado, escuchó a su compadre decir que su marido había hecho un pacto con el diablo:
—Al verlo bien, creo que está dañado, creo que se ha convertido en toro.
Venciendo el miedo que los oprimía, ambos buscaron al urkukama y le contaron todo lo que el compadre había visto. El urkukama lucía intranquilo. Se paseaba a lo amplio de la choza.
—Es verdad —dijo luego de un largo silencio—, ahora soy un toro y tengo un pacto con el cerro.
La mujer se dirigió hacia él, pero el urkukama permaneció inquieto.
—Le ruego un favor grande, compadre —añadió luego de darles la espalda—. En las próximas semanas, deberán escoger unas cabezas de ganado, las mismas que llevarán a Quito para matarlas y venderlas en la sombra del matadero. A mí primerito me van a escoger, porque soy el toro más lindo, de puro lacre. Por eso, compadre, el día en que lleven el ganado a la ciudad, por favor, síganlo con mi mujer. Cuando vean a un toro de lacre fino, con un cacho chiquito, ése soy yo. Mi pusunka (mis intestinos) no deberán coger, el librillo no más escogerán. Es de puro oro. Por favor, guarden silencio, nadie deberá saber lo que acabo de revelarles.
De esa manera, el día en que bajaron el ganado del páramo, el compadre y la mujer del urkukama siguieron a la caravana hasta Quito. Cuando mataron al toro, los compadres se acercaron a recoger el montoncito de librillo que era de puro oro. Después se compraron algunas casas y haciendas para sus hijos.