María Plácida Rodríguez el 21 de junio del 1996
Antes de casarme no conocí a mi marido
Este texto es parte del libro La Venadita.
Había cumplido ya dieciocho años cuando un día escogieron a uno de los jóvenes tumbaqueños que habían ido a cavar papas en la hacienda y me casaron por lo civil con él. Así era la costumbre. Para eso, la patrona Juana me dio permiso hasta las cuatro de la tarde, porque luego tenía que subir a la hacienda para servir en seguida la merienda a los patrones.
Repetí un sinfín de veces el nombre de mi marido. Se llamaba José Alejandro Colomba, tenía veinte años y decían de él que era muy trabajador y racional. Hice un gran esfuerzo y miré el rostro de José. Yo todavía no lo conocía bien, sólo de vista. Nunca antes habíamos conversado. Él regresó a su tierra en Tumbaco y yo a donde mis patrones; nos habíamos casado solamente civil. Él no podía venir a dormir en la hacienda, civil kashkalla (sin valor) no más era.
Un sábado me sacaron de la hacienda para casarnos en la iglesia de Pifo. En la hacienda mi mamá nos hizo una fiesta y allá, medio atontados, nos conocimos.
—Salidos de la iglesia, tanto el uno como el otro, de obligación tienen que dormir juntos —dijo mi mamá.
Después de casarnos José Alejandro trabajaba también en la hacienda. Mi mamita no quiso que él me llevara a Tumbaco. Él era arador, botaba trigo, sembraba papas, manejaba la yunta. En un cuartito apegado atrás de mi padrino vivimos como pareja. No teníamos nada personal, ni una olla bonita, sólo las ropas y nada más.
Un día, después de casarme, la patrona se me acercó.
—Regresa a la cocina, tu marido ahora puede comer aquí —me dijo.
Esto a mí me hubiera gustado, pero él era muy celoso y no quiso que yo trabajara en la cocina, o peor en el servicio.
—No, ¡con tantos hombres! —me dijo—, si fuera uno solo o dos, pero cincuenta comensales hay. Además, ¿a qué hora te vas a desocupar?
Eran muchos hombres que comían en la hacienda, y a veces estuve con ellos hasta entrada la noche. Como estábamos recién casados, él no me permitió eso, no, no.
Y no era solamente él, también mi madre insistió en el mismo sentido:
—Hija, ahora eres casada, tú tienes que servir a tu marido —me habló un día—. Él no quiere que estés en la hacienda atendiendo a tantos muertos de hambre. Ahora le sirves a él, debes lavar, coser, cocinar. Ahora ésa es tu obligación.
Salí de la cocina y trabajé como huasikama (cuidadora de casa o hacienda), hice de kuentayuk (cuidadora de las cuentas), ordeñé nuevamente las vacas hasta las once del día; treinta vacas teníamos que recibir. Por pastizales y por lista ordeñábamos cada una de las empleadas. Las machacheñas y cayambeñas botaban veinte litros de leche cada una. El patrón siempre se quedaba parado, observándonos como ordeñábamos.
Mi marido, en cambio, se iba al campo muy temprano. El dueño de la hacienda había comprado un camión grandote que ayudaba aliviar los trabajos.