María Plácida Rodríguez en el año 1996
El encuentro con María Plácida Rodríguez
Este texto es parte del libro La Venadita.
Conocimos a María Plácida Rodríguez en el año 1995, cuando ella estaba por cumplir ochenta años. A la entrada del patio de su casa un perro nos ladró. No la encontramos y acatamos el consejo de los vecinos de buscarla en la cercana plantación de maíz. Allí vimos a una mujer de menuda figura, cargando un enorme azadón entre las manos, al cual alzaba en forma sorprendente hacia lo alto, para trabajar la tierra con golpes precisos y firmes.
Ella nos acompañó rápidamente de regreso a su casa y, con diminutos pasos, subió delante de nosotros, tomando de dos en dos las gradas, en forma ágil, como una jovencita.
La Venadita la apodaban décadas atrás en la hacienda Inca, donde había nacido de una pareja de campesinos del lugar y donde pasó su niñez y laboró después como cocinera, ordeñadora, ama de llaves, partera y curandera de patrones y peones.
A pesar de que la vida de Plácida había sido de trabajos fuertes, largas caminatas en las montañas y experiencias duras, ella nunca perdió su sonrisa o su ligereza en los movimientos. Tenía una frescura asombrosa.
Cuando la visitamos por primera vez, Plácida ya era una conocida partera y curandera, consultada diariamente por hombres y mujeres del pueblo que buscaban su ayuda.
El consultorio era una pequeña covacha junto a su casa, habilitada con bancas hechas de tablas que descansaban sobre ladrillos y una vieja mesa de madera, sobre la cual resaltaba una botella llena de hierbas adormecidas en un fuerte aguardiente.
Del techo colgaban un sinnúmero de hilos rojos que usaba para la curación del espanto. En un rincón guardaba viejos periódicos para envolver cruces hechas de hierbas de santamaría. Un pequeño fogón a la entrada servía para cocinar o encender sahumerios con romero, que alejan a los espíritus del mal.
Plácida no pedía privacidad en las curaciones a las cuales asistimos. Estaban presentes hijos pequeños de los enfermos, madres, hermanas o vecinos. Las consultas se realizaban con la puerta abierta hacia el patio, y por varias ocasiones entraban y salían diferentes personas, sin que ella o el resto se perturbara por las intromisiones.
Esta mujer desempeñaba un papel importante en su comunidad. Barría con el huevo o el cuy, detectaba las diferentes enfermedades y males, aconsejaba tomas y remedios a base de plantas medicinales, curaba la influencia de los espíritus malignos y, sobre todo, era partera. Ella conocía a fondo el arte de acomodar los guaguas en el vientre de sus madres o darles la vuelta sin tocarles; tenía la pericia de escuchar los latidos. Sabía las viejas prácticas en la asistencia del parto; atendía partos de niños que nacen de pie, esperaba para que la mujer no se desgarrara y acompañaba en la fase del posparto.
“El parto es como una entrada”, decía la Plácida, que a veces las mujeres tienen el vigor de pasarla y a veces no; que el temor proviene de la cobardía y de las ideas preconcebidas, que la partera está allí para apoyar a la mujer a dar este paso. Plácida acudía a todo lugar donde era requerida su enorme sabiduría.
Ella nos relató anécdotas de su larga vida, recuerdos de infancia y de vivencias en una de las grandes haciendas de la Sierra. Incluso, conoció al piloto que llegó con el primer avión a Quito y que conquistó el corazón de la dueña de la hacienda. Plácida tuvo encuentros con el duende y con el espíritu del cerro Ilaló.
Cada historia de ella nos llevó a poder imaginar una época remota y a una sociedad desconocida. Lo que anotamos durante los últimos años, lo resumimos hoy en este libro en la historia de una mujer que trabajó todos los días de su larga vida ayudando a los demás.